Si la palabra oral es instantánea, ágil, dinámica y tiene la calidad emanada de la situación en donde se le pronuncia, la palabra escrita es fría, estática, pensada y en el esfuerzo denotativo pierde la intención connotativa propia de los recursos paralingüísticos.
Escribir bien es una necesidad imperiosa aún en sociedades auguristas en donde la telefonía en sus diversas manifestaciones, las videoconferencias y la computadora permiten una comunicación que ha abatido las distancias, que ha cultivado la intimidad propia del código personal y el silencio cómplice, ni que decir de sociedades milenaristas en donde lo tradicional y las prácticas viejas son el pan de cada día.
Con la palabra escrita chocan y se quiebran aún las plumas más cultivadas, así que esas otras que apenas ensayan sus primeros intentos, sudan tinta en cada intento por dejar indicios de su presencia. La efectividad de la comunicación oral se debe al adecuado uso de las palabras, pues la agilidad, rapidez y los elementos paralingüísticos permiten un mensaje más fácil de asimilar.
En cambio, el lenguaje escrito exige una mayor formalidad; en él es indispensable planear, jerarquizar los pensamientos; ordenar los vocablos y plasmarlos correctamente y por supuesto, elegir la palabra precisa, exacta y la que proporcione el mejor significado.